En la construcción de época románica intervinieron muchos artífices especializados capaces de difundir formas y técnicas para publicitar unos contenidos a mayor gloria y alabanza de Dios. En los templos alzados entre los siglos XI y XIII nada quedaba al azar ni al capricho de los fieles. Todo respondía a las directrices litúrgicas emanadas desde decretales papales y disposiciones conciliares. Cada espacio eclesial respondía a las necesidades litúrgicas cristianas que condicionaron su morfología y articulación, incluida su decoración.
Una vez trazado el edificio, se procedía a su construcción. Y para elevar sus muros se iniciaba un dilatado proceso en el que operarios y artesanos trabajaban bajo la dirección del maestro de obras. La obra no se daba por bien concluida hasta que la construcción era investida de belleza mediante el ornato en forma de pinturas y esculturas, amén de otros productos suntuarios: pavimentos, tapices, frontales de altar, pilas bautismales, coros, libros litúrgicos y piezas de orfebrería. Sutiles creaciones generosamente promovidas por selectos promotores con ínfulas de piadosa manda y pública penitencia, pero también con arrestos de vanagloria, memoria y perennidad.
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